En uno de los debates más brillantes de los primeros tiempos de la Segunda República, Azaña y Ortega discuten en sede parlamentaria cómo debía ser el encaje de Cataluña y el País Vasco dentro del nuevo Estado. Es una lectura muy recomendable no ya por la altura intelectual del mismo - impensable en los tiempos que corren - sino por la profundidad con que la cuestión se analiza. Aunque ambos están a favor de la autonomía, me quedo con una frase de Ortega donde afirma que "el problema catalán no se puede solucionar, sino tan sólo conllevar". La cual podíamos unir a mi frase favorita de Julián Marías, archirepetida: "no se puede contentar a quien no se quiere contentar".
Los españoles en su conjunto podemos engañarnos de muchas manera con el asunto de los nacionalismos periféricos. Podemos seguir ciclotímicamente los mensajes cambiantes que la clase política nacionalista emite, ora conciliadores, ora amenazantes. Podemos echarle la culpa al franquismo (que no había tenido aún lugar en el año 31, que yo recuerde). Podemos echarle la culpa a Aznar y su presunto talante crispador. Podemos incluso culparnos a nosotros mismos por no ser lo suficientemente receptivos con las demandas periféricas. Podemos seguir mirando para otro lado y pensar que esto sólo es cuestión de transferencias, estatutos y presupuestos. O bien podemos asumir de una vez por todas que un número considerable de catalanes y vascos no están dispuestos a ser españoles, número que no tiene que ser necesariamente proporcional al voto nacionalista - mal entendido como "localista" por muchos electores - pero que en ningún caso es despreciable.
Mi propuesta es cortar por lo sano. Para empezar, se necesita un cambio constitucional que fije definitivamente las competencias del Gobierno central, recuperando las que procedieren si hiciera falta (la educación como mínimo), revisando quizás la cuestión de la Monarquía (para el que se pique con esos ajos) y permitiendo a su vez que las mal llamadas "nacionalidades históricas" puedan convocar referenda de independencia. Porque el quid de la cuestión, para mí, no es si vascos y catalanes quieren seguir integrados en España, sino si a los españoles nos interesa que lo sigan estando. España está pidiendo a gritos una estabilización de su modelo de Estado, donde dejemos de desperdiciar esfuerzos, tinta y disgustos mutuos tratando de "conllevar" a quien "no se quiere contentar". Económicamente, el País Vasco no aporta nada a la caja común debido al cupo. Cataluña sí es donante neta, pero no de las que más, y, por otra parte, habría que descontar la cotización de todas las empresas de ámbito nacional cuya sede está allí, muchas de las cuales es muy probable que la cambiasen a otra región en caso de separación. Sí es cierto que para algunos deportes la selección sufriría un palo considerable, pero no deja de ser un mal menor.
No se me escapa que hay detalles que pulir que no son moco de pavo y demuestran en sí lo obsoleto del concepto de autodeterminación en el contexto geopolítico donde nos encontramos:
- ¿Quiénes podrían votar? ¿Los nacidos en Cataluña y País Vasco? ¿Los empadronados?
- ¿Se permitiría repetir periódicamente el referéndum? ¿Cada cuanto tiempo? ¿Hasta que salga que sí?
- ¿Qué ocurre si el resultado varía según las provincias? ¿Se permitiría una independencia parcial? ¿Y si en las ciudades sale una cosa u en los pueblos otra?
Lo más seguro es que un referendum de independencia fracasaría en Cataluña y muy probablemente en el País Vasco. En tal caso, puede ser que los que ya están en vías de radicalizarse lo hagan aún más, pero habría dos ventajas: el resto de los españoles sabríamos sobre seguro que esa radicalización no obtendría rédito álguno y el argumento del "derecho a decidir" quedaría automáticamente desactivado. Y sobre todo, tendríamos las reglas claras y el mismo café para todos, pero esta vez de verdad.
En definitiva: a grandes males, grandes remedios.